Tras el fabuloso éxito cosechado por El silencio de los corderos, que nadie esperaba por su magnitud, los principales involucrados en el mismo comenzaron a pensar en una posible secuela. El primero de ellos fue el novelista Thomas Harris, que de inmediato se puso a trabajar en un nuevo libro empujado en parte por el inefable Dino de Laurentiis, sobre quien se da la curiosa circunstancia de que poseía los derechos del personaje de Hannibal Lecter y los había cedido gratis a Orion Pictures tras el fracaso de Manhunter en 1986, creyendo que no se perdería gran cosa. El italiano no cometería dos veces el mismo error, pero tuvo que esperar siete años para que Harris finalizase su nueva novela, y los derechos de adaptación le costarían un pico: diez millones de dólares.

Llegados a ese punto, los cuatro responsables principales del gran resultado cosechado por El silencio de los corderos habían mostrado su interés en repetir la experiencia, pero el guionista Ted Tally huyó despavorido tras leer el libro de Harris y tanto Jonathan Demme como Jodie Foster no tardaron en salir corriendo tras él, algo que a De Laurentiis le sentó como una patada en los huevos. La producción había sufrido un revés muy duro, pero Anthony Hopkins seguía enrolado (no quiso renunciar al dineral que le pagaban) y De Laurentiis se las apañó para fichar como director al más prestigioso que brillante Ridley Scott. El problemón de sustituir a Foster, para quien inicialmente se pensó en Gillian «Scully» Anderson, lo solucionó el propio Hopkins sugiriendo la contratación de Julianne Moore, con la que había trabajado anteriormente y a la que consideraba una actriz excepcional.

En eso no se equivocaba el bueno de Hopkins, pero seguía habiendo un problema de base muy importante: Julianne Moore no es Jodie Foster, y quienes acudieron al cine para ver Hannibal una vez estrenada se quedaron pasmados, aun sabiendo lo que iban a encontrarse. A esto se unía el hecho de que su personaje estaba totalmente desvirtuado, muy distinto al de la anterior película por encontrarse más cerca del clásico héroe de acción que de la mujer retratada en El silencio de los corderos, reflexiva y frágil pero al mismo tiempo dotada con una gran fortaleza, más adecuada para ejercer como mano derecha de Jack Crawford (su jefe en la primera película, suprimido en esta) que como organizadora de una redada en la que acaba liándose a tiros empuñando una pistola, tal como se nos presenta en la primera secuencia de Hannibal. Otro tanto ocurre con el psiquiatra caníbal, que pasa de feroz asesino a héroe que incluso salva a la chica en el preludio de la escena final, la cual bordea el ridículo en un colofón inverosímil. Súmenle a todo esto ciertos «tics» propios de la época en que se filmó la película, como abusar de la cámara lenta y de trucos visuales que acercan este largometraje a thrillers psicológicos como Seven y le restan personalidad.

Total que la película, sin ser un horror de puro mala, se encuentra muy por debajo de su antecesora, con la que es obligatorio compararla por razones obvias. Porque Hannibal no se entiende sin el antecedente de El silencio de los corderos, sin el cual jamás habría existido de igual modo que jamás habría existido todo lo que vendría en años posteriores tanto en cine como en televisión. Por eso es comprensible que Hannibal, que no lleva ese nombre por casualidad al cargar mucho más peso argumental en el personaje de Hopkins, fuese recibida con tibieza y cierta decepción pese a ser un éxito en taquilla, gracias al tirón previo de los antecedentes vistos diez años antes.

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