Tras el estreno de El templo maldito, parecía que Indiana Jones había dicho todo lo que tenía que decir en la gran pantalla y que era innecesario estirar más sus aventuras. Por ello, y pese a los insistentes rumores que empezaron a surgir en torno a 1988, el anuncio de una nueva entrega que serviría como cierre a una trilogía pilló a todo el mundo por sorpresa, generando una expectación enorme de cara al estreno que tendría lugar en la primavera de 1989 con un éxito arrollador. Indiana Jones y la última cruzada despedía al que tal vez había sido el mayor icono cinematográfico de una década que tocaba a su fin y lo hacia con mucha dignidad, brindando la que para muchos es la mejor película de la saga a la par que la más entrañable. Con ella, Steven Spielberg y George Lucas fueron a lo seguro regresando a los esquemas de En busca del arca perdida, pero cambiando el Arca por el Santo Grial y añadiendo a su vez elementos nuevos como forma de homenajear al personaje y a sus numerosísimos fans, dándole mayor profundidad y explicando de paso su origen por obra y gracia de una vibrante secuencia inicial con River Phoenix interpretando al joven Indy.
Pero si algo destaca por encima de todo es la presencia de Sean Connery, al que Spielberg quiso tener en la película también como una forma de homenaje, en este caso al que había sido uno de sus actores favoritos como protagonista de las primeras películas de James Bond; un hombre ya mayor y con una larga carrera a sus espaldas, que pese a su veteranía se encontraba en el mejor momento artístico y hasta físico (pocas mujeres habrá que opinen que el Connery joven les resulta más atractivo que el «viejo»). La química padre – hijo funciona a la perfección y es sin lugar a dudas lo mejor del filme y su razón de ser, brindando al espectador escenas memorables que todavía hoy se disfrutan como el primer día aunque las hayas visto un millón de veces. Si hubiese que ponerle algún «pero» más allá de la falta de originalidad (algo que tampoco es para tanto), quizá ese pueda ser el tono de comedia ligera que impregna todo el metraje y que convierte a Marcus Brody y Sallah en dos patanes, un recurso algo forzado y que no termina de convencer. Es, no obstante, una opinión puramente subjetiva que no emborrona lo que sin duda es una gran peli de aventuras. Como todas las precedentes.