O High Plains Drifter en el inglés original (reconozco que el título en castellano me gusta más). Una de las características que definen la carrera de Clint Eastwood como actor y director es su compromiso con el cine comercial como vía para acceder a realización de proyectos más personales, aunque sin renunciar por ello a obtener buenas cifras de taquilla. Así, para poder debutar como director con Escalofrío en la noche, el hasta entonces actor aceptó trabajar con Universal en un éxito de taquilla asegurado: Harry el Sucio. La satisfacción de ambas partes les llevó a repetir la jugada dos años después y  tito Clint le echó el ojo a un guión de Ernest  Tidyman, creador de Shaft y oscarizado por French Connection, con la intención de estrenarse tras la cámara en el género que le había hecho famoso frente a ella.

El resultado sería un estremecedor western que casi podría calificarse como anti-western por lo opuesto que resultaba a sus heroicos clichés, hasta el punto de que cuando John Wayne lo vio escribió a Eastwood para quejarse. Concebido en parte como homenaje  a Don Siegel y Sergio Leone, amigos además de mentores, y filmado bajo un presupuesto y un calendario muy ajustados, Infierno de cobardes narraba cómo un pistolero anónimo se aprovechaba hasta la humillación de los habitantes de un villorrio perdido del Oeste, que le habían contratado buscando protección frente a una banda de forajidos. Amoralidad, cinismo, perversión y antipatía extrema se aglutinan para dar forma al atípico protagonista de una cinta perturbadora, oscura, casi macabra, que tuvo una buena acogida pese a lo aberrante (para entonces) de su propuesta,

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