Seguramente la mejor película de Oliver Stone y también la más cabrona, al plantear sin cortapisas lo que todo el mundo cree pero pocos se atreven a sostener públicamente: que John Kennedy fue víctima de un complot, un golpe de Estado encubierto urdido por grupos de presión muy influyentes y poderosos (comenzando por los militares y la CIA) hostiles a su forma de gobernar, tendente al pacifismo y a la igualdad de derechos civiles. El por entonces fiscal del distrito de Nueva Orleans Jim Garrison nunca creyó las rocambolescas conclusiones de la Comisión Warren, encargada de investigar el asesinato de Kennedy, y sospechando la existencia de una conspiración logró reabrir el caso haciendo frente a toda clase de obstáculos, aunque finalmente no obtuvo éxito tratando de probar sus teorías. Años después sería infructuosamente acusado de recibir sobornos por uno de sus antiguos colaboradores, quién más tarde admitió que se lo había inventado todo.
Garrison acabó compaginando su carrera judicial con la de escritor, y precisamente uno de sus libros sirvió de base al periodista Zachary Sklar y al propio Oliver Stone para construir un guión espléndido, que da pie a uno de los mejores trhillers políticos de la historia del cine. El círculo se completa con un reparto de campanillas encabezado por Kevin Costner, en la cima de su popularidad. Pero ojo a los nombres que lo acompañan en roles secundarios, gente como Jack Lemmon, Joe Pesci, Walter Matthau, Kevin Bacon, Sissy Spacek, Gary Oldman, Kevin Bacon o el malogrado cómico John Candy interpretando a un abogado de baja estofa. A la fiesta se une Donald Sutherland, protagonista de un monólogo fabuloso, así como Tommy Lee Jones, nominado al Óscar por su trabajo como principal sospechoso de urdir la conspiración que acabó con la vida de JFK. Hablando de Oscars la película estuvo nominada a otros seis pero acabó llevándose únicamente dos (montaje y fotografía, por lo demás geniales), batida en toda regla por El silencio de los Corderos.
En resumen, la hostia. Si bien no se libra de las acostumbradas «licencias dramáticas» ni de unas cuantas inexactitudes, dice mucho en favor de este largometraje que el asqueroso Jack Valenti (durante años jefe omnipotente de la censura estadounidense) arremetiese contra él por señalar directamente al sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, como uno de los máximos responsables del asesinato. De Oliver Stone se podrán decir cosas, unas buenas y otras no tanto; pero lo que está claro es que a cabrón, cuando quiere serlo, no le gana nadie.