Película emblemática de los ochenta donde las haya, rodada con evidente oportunismo para sacar tajada del miedo de la opinión pública al progreso de las nuevas tecnologías y su capacidad, por entonces ya muy evidente, de controlar todos los aspectos de la vida humana hasta más allá de lo razonable. Sobre todo cuando existía la posibilidad de que alguien tuviese la genial idea de delegar en un ordenador la defensa estratégica de un país como Estados Unidos, poseedor de un inmenso arsenal nuclear y sumido en una creciente espiral de tensión por su enfrentamiento con la URSS.

Inicialmente el encargado de dirigir Juegos de Guerra iba a ser Martin Brest, pero al poco le despidieron por «diferencias creativas» con los productores y estos contrataron en su lugar a John Badham, que aprovechó la oportunidad que le brindaban para prolongar una envidiable racha de éxitos taquilleros y culminar un año en el que ya había estrenado (con éxito, claro) El Trueno Azul. A los informáticos y otras subespecies de nerds pajilleros, mentar Wargames suele inducirles a la risilla boba por la exhibición de tecnología prehistórica de la que aquí se hace gala. Incluyendo por supuesto el Imsai 8080 que el protagonista utiliza para colarse en el NORAD como si tal cosa, convertido en mito gracias a una película que por lo demás es hija de su época y sólo busca, al final, entretener por encima de cualquier otra pretensión, algo que todavía hoy logra con creces.

En cuanto a Martin Brest, no tardaría en vengarse: casi no había puesto el pie en la calle tras su despido cuando le contrataron para hacerse cargo de Superdetective en Hollywood, que se convertiría en la película más taquillera de 1984.

«¡Chínguense, chanchos!»

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