Que actualmente Jungla de cristal esté considerada un clásico del cine evidencia, entre otras cosas, la decadencia del cine mismo. Una decadencia que el antes llamado «séptimo arte» viene sufriendo desde hace tiempo y muy probablemente será definitiva (por diversas circunstancias cabe pensar que no saldrá de ella jamás). El cine es, hoy por hoy, incapaz de proporcionar verdaderos clásicos como los de hace 40 o 50 años, y en virtud de la nostalgia se elevan a la categoría de «clásicas» películas que, en otras circunstancias, no pasarían de ser entretenimientos de fin de semana y bol de palomitas. Lo que en su día fue Jungla de cristal, nada más ni menos.
Y ojo, que eso no significa que carezca de méritos. Porque para empezar no es que sea entretenida, es lo siguiente. Y ello pese a escenas francamente chorras que casi provocan vergüenza ajena, como el diálogo con walkie-talkies previo al asalto con la tanqueta. Si la policía sabe que los delincuentes están escuchando su frecuencia ¿para qué cojones ataca el edificio? Y así unas cuantas paridas más en lo que, después de todo, no deja de ser un filme de acción ochentero al uso, con todas sus consecuencias buenas y malas. Es justo reconocer que está muy bien hecho, y detalles como el de intentar mostrar a un héroe más humano y vulnerable, alejándolo de la mayoría de sus rocosos coetáneos de esa época, refuerzan esa sensación. Pero de ahí a considerarlo un clásico medía un abismo, y quienes así lo entienden deberían hacérselo mirar. Ni que esto fuese El padrino, no te jode.
De lo que no hay duda es de que Jungla de cristal (en esta ocasión creo que el título que le pusieron en España mola bastante más que el original Die Hard) marcó un hito. Su inmenso éxito dio pie a una saga con cuatro secuelas (a cada cual más nefasta, aunque las dos ultimas se lleven la palma) e infinitas imitaciones, permitiendo al inefable Bruce Willis pasar de mindundi a estrella de un día para otro. El actor, no obstante, ya apuntaba maneras tras su paso por la teleserie Luz de Luna, a donde llegó para ser el subalterno de la protagonista indiscutible (Cybil Shepperd, con la que se llevó a matar) para acabar descabalgándola rápidamente gracias a su singular carisma. Otro tanto puede decirse del director John McTiernan, aunque éste ya se había apuntado un tanto el año anterior con Depredador y tardaría solo cinco en arrojar al water todo su crédito con El último gran héroe.
Sin embargo, la verdadera gracia de estos saraos se encuentra en los villanos, que suelen molar más que el teórico protagonista. Y aquí uno destaca sobre los demás: el añorado Alan Rickman, que hasta entonces sólo se había puesto delante de una cámara para actuar en televisión. Jungla de cristal permitió que el gran público le descubriese, y a lo grande. Es imposible imaginarse esta película sin él, capitaneando a un grupo de bandidos en el que figuran otros reconocidos «malosos» de Hollywood como Alex Godunov o Al Leong. Mención especial para William Atherton, al que podríamos meter en el saco de los malos (aunque no forme parte del grupo que asalta el Nakatomi Plaza), genial en su eterno papel de cretino arrogante.