Si en su día comenté la primera entrega y poco después la segunda. ¿Por qué no comentar también la tercera? Además es la última de la saga que realmente vale la pena ver.

Tras La jungla 2 parecía que John McClane ya había hecho bastantes fantasmadas como para no requerir nuevas apariciones en el cine, pero en 1995 la carrera de Bruce Willis iba de mal en peor y necesitaba un repulsivo. Como también la de John McTiernan, que había dilapidado todo su crédito de realizador estrella con El último gran héroe. Es la historia de siempre, convertida en cliché a fuerza de repetirse: cuando alguien cae en desgracia, suele echar la vista atrás en busca de ese «algo» que le llevó a triunfar la primera vez. El problema es que el tiempo no pasa en balde para nadie, pero situaciones como esta, dominadas por la ansiedad y la incertidumbre, impulsan a tomar el camino más fácil posible para intentar salir del hoyo cuanto antes.

Aun así es justo reconocer que esta tercera parte de Jungla de Cristal es bastante potable. Siendo una película que en cierto modo apelaba a la nostalgia de anteriores entregas, además firmada por el director de la cinta que inauguró la franquicia, no sorprenden nada «guiños» como que el malo de la función sea el hermano de Hans Gruber (lo del añadir «la venganza» al título nos da una pista acerca de eso). Y como las películas suelen reflejar el momento en que se conciben, tampoco sorprenden las alusiones al sempiterno problema racial de Estados Unidos (entonces en boca de todos tras el apaleamiento a Rodney King), convirtiendo Jungla de cristal: la venganza en una típica buddy movie con un protagonista blanco y otro negro, obligados a colaborar y a llevarse bien para salvar el pellejo. Para terminar, resulta curioso comprobar la evolución de la saga a lo largo de tres películas en virtud del tamaño de la superficie secuestrada por los villanos de turno: en la primera secuestran un rascacielos, en la segunda un aeropuerto internacional, y en la tercera nada menos que la ciudad de Nueva York. Eso sí es superarse a cada ocasión.

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