Los setenta fueron un autentico via crucis para Akira Kurosawa. Sus días de mayor popularidad como cineasta durante las dos décadas anteriores quedaban ya muy atrás en el tiempo, así como sus mejores películas. Muy necesitado de trabajo tras una mala racha, había aceptado participar en el rodaje de la mastodóntica coproducción bélica japo-yanki Tora Tora Tora!, de la que salió tarifando. Creyéndose acabado, intentó suicidarse y tuvo que marchar nada menos que a la Unión Soviética para seguir haciendo cine. De vuelta en Japón, tuvo tantos problemas para obtener dinero con el que financiar su nuevo (y caro) proyecto, titulado Kagemusha, que acabó alquilando el plató para que una marca de whisky rodase anuncios en él.
Por fortuna la década estaba cerca de concluir, y en estas conoció a Francis Ford Coppola y George Lucas durante una visita a Los Ángeles. Ambos eran grandes admiradores de Kurosawa, y siendo por aquel entonces los cineastas más poderosos e influyentes de Hollywood, convencieron a la 20th Century Fox para que cubriese el agujero presupuestario de Kagemusha a cambio de los derechos para distribuir la película fuera de Japón. Todos salieron ganando con el trato: Kagemusha fue un éxito rotundo en su país natal, donde se encumbró como el filme más taquillero de 1980; la fama de Coppola y Lucas, unida al hecho de que Japón y su cultura estaban muy de moda en todo el mundo, ayudaron a que la cinta captase la atención del público occidental redescubriendo a un cineasta que muchos no conocían, amén de la atracción de los medios y numerosos galardones, incluyendo la Palma de Oro en Cannes y dos nominaciones a los Óscar. Akira Kurosawa vio rehabilitado el prestigio que había empezado a recuperar gracias a Dersu Uzala, y todo junto le permitiría reunir más tarde los fondos necesarios para filmar Ran, su última gran epopeya localizada en el turbulento Japón de los samurai.
Whisky a go-go.
¿Y qué tal Kagemusha? Pues en líneas generales bastante bien, especialmente en la primera hora y media de las tres que dura. Luego se vuelve un tanto espesa, pero indudablemente estamos ante una película a revindicar, dado que cada vez la recuerda menos gente y apenas ha sido emitida por TV en los casi cuarenta años transcurridos desde su estreno, si bien hace poco fue maravillosamente reeditada en Blu Ray por Criterion.
En el plano artístico es una obra casi sublime. Kurosawa era un cineasta sumamente meticuloso, y se nota. La filmación llevó nueve meses, dos de los cuales se invirtieron en la espectacular batalla final, minuciosamente planificada como todo el film y que involucró a cientos de extras. Las actuaciones son correctas, ocasionalmente algo sobreactuadas siguiendo la tónica habitual en el cine japonés, pero logrando meter en harina al espectador especialmente en el caso de de Tatsuya Nakadai, un viejo conocido de Kurosawa que en cierta forma ocupó el lugar del incomparable Toshiro Mifune como actor fetiche del realizador al protagonizar esta película y la posterior Ran, dando credibilidad a un papel difícil que, aunque no lo parezca, está inspirado en un personaje real: Takeda Shingen fue un auténtico señor de la guerra del siglo XVI, cuya legendaria vida le convertiría en una figura de gran arraigo en la cultura popular nipona. La película arranca cuando el hermano de Shingen encuentra por casualidad a un hombre casi idéntico al Gran Señor y al que iban a ejecutar por ladrón, decidiendo librarle de la muerte a cambio de que se deje instruir como kagemusha (doble) para suplantar a Shingen en ocasiones especiales. Los problemas llegan cuando Shingen muere y el ladronzuelo se ve obligado a ejercer como doble a tiempo completo.