El incombustible Vladimir Putin llevaba apenas unos meses al timón de Rusia cuando hubo de enfrentarse a la que, posiblemente, haya sido la peor crisis de su mandato: el 12 de agosto de 2000 el submarino Kursk, orgullo de la Flota del Norte, sufrió un accidente durante unas maniobras y se hundió a más de cien metros de profundidad. Lo que indudablemente era una catástrofe, habida cuenta de la pérdida del barco junto con su dotación, se agravó todavía más conforme se iban filtrando noticias que destapaban las carencias de medios de los rusos y la incompetencia de sus dirigentes, incapaces de gestionar el suceso con dignidad (a Putin le pilló de vacaciones y ahí se quedó, en su dacha) ni de llevar a cabo con garantías una operación de rescate.
Producción franco-belga rodada en inglés con Luc Besson encargándose de montar el tinglado como productor, sobre la base de un libreto del guionista de ese coñazo que fue, es y será Salvar al sodado Ryan y con uno de los jetas responsables del Dogma 95 como director. Así presentada la cosa despide un alarmante tufo a pestiño, pero por suerte no se llega a tales extremos. Kursk es un aceptable drama que pivota en torno a dos sub-tramas: por un lado, la angustiosa situación de los marineros que sobreviven al accidente del submarino, prácticamente condenados a una muerte segura; por el otro, la aludida incompetencia de sus jefes, teñida de crueldad al negarse estos a aceptar cualquier ayuda exterior, por necesaria que fuese, con tal de no quedar en evidencia. Buena dirección de actores, con los protagonistas Matthias Schoenaerts y Léa Seydoux brillando. Presencia destacada de Colin Firth y Max Von Sidow en plan «pongamos a estos en el reparto para vender la película». Y de remate, una melancólica partitura a cargo de Alexandre Desplat que, aunque no figure entre sus obras más brillantes, al menos encaja con lo que este largometraje pretende transmitir.