Recreación de una de las batallas cruciales de la Segunda Guerra Mundial. Quizás la primera de todas, pues si bien la batalla de Inglaterra no implicó una inflexión clave en el discurrir de la guerra, sí mandó un mensaje claro respecto a que los ejércitos alemanes no eran precisamente invencibles. Siempre se ha vendido la burra de que al inicio de la contienda los nazis fueron poco menos que imparables, pero lo cierto es que sus tropas fueron a la guerra sin estar debidamente preparadas ni equipadas. Al principio arrollaron porque se enfrentaban a ejércitos de chichinabo, pero en cuanto se toparon con uno medianamente serio y bien pertrechado, los nazis no tardaron en mostrar sus debilidades, producto de la falta de medios adecuados y de su caótica organización, fiel reflejo del régimen en el que se sustentaban.

La idea de convertir la batalla de Inglaterra en una película fue del productor de origen polaco Ben Fisz, que había combatido en ella pilotando un Hawker Hurricane y quería «filmar el más grande largometraje épico en la historia de Inglaterra, cuando no del mundo». Pero para eso necesitaba dinero, y los estudios de Hollywood con los que pretendía asociarse para captar fondos no querían ni fijarse en aquella historia «asquerosamente inglesa» (como le espetaron en una ocasión) en la que los yankis no tenían protagonismo alguno. Todo cambió cuando Harry Saltzman tomó las riendas del proyecto. El productor se encontraba entonces en la cima de su carrera gracias a las películas de James Bond, andaba muy crecido y decidió poner la pasta necesaria e incluso más. Contrató a la flor y nata del panorama actoral británico empezando por Michael Caine, Trevor Howard, Edward Fox y Laurence Olivier y puso como director a su colega Guy Hamilton, habitual de las pelis Bond. Sólo faltó Sean Connery, que denegó la propuesta empeñado como estaba entonces por desligarse de todo cuanto tuviese relación con el agente secreto ya fuese delante o detrás de las cámaras.

Y bien que hizo porque el rodaje fue un auténtico infierno, lleno de dificultades por culpa de la elaborada planificación requerida antes incluso de filmar la primera toma. No tengo muchas ganas de ponerme pesado escribiendo sobre ello y además todo está extensa y perfectamente documentado en la Wikipedia inglesa para dar idea de cómo era rodar una cinta tan ambiciosa sin ayuda de los medios actuales (principalmente infográficos), pero estoy convencido de que tanto el productor como el equipo a su cargo se levantaron más de un día preguntándose por qué coño se habían metido en aquel fangal, del que parecía no haber salida posible mientras los retrasos y las facturas que conllevaban se iban acumulando sin solución de continuidad. Uno de los asesores militares contratados para la película lo explicó con claridad meridiana: «Me contrataron para seis semanas y once meses después aquí seguimos». Por si fuera poco el ambiente en el set tampoco fue el mejor. En el equipo había tanto ingleses como alemanes, algunos de los cuales habían combatido en la guerra, y las tensiones del rodaje destaparon viejas rencillas. El propio Guy Hamilton no tragaba a los alemanes después de haber sufrido la vesania criminal nazi sirviendo en las filas de la Royal Navy, y uno de los asesores germanos acabó despedido por enfrentarse al director.

De todo lo anterior puede extraerse la conclusión habitual en casos como este: los escollos, aprietos y conflictos  hicieron que el resultado final no cumpliese las épicas expectativas de Ben Fisz y la película acabó costando tanto que pasarían lustros hasta dar algún beneficio, gracias principalmente a las ventas en vídeo y DVD. Y ello pese a que su desempeño en las salas de cine no fue malo al menos en su país de origen, donde hasta Isabel II acudió al estreno culminando el apoyo que la familia real británica prestó a la película. Cincuenta años después estamos ante un caso como los de Tora! Tora! Tora! o Un puente lejano, grandes epopeyas bélicas que igualmente hicieron sudar sangre a quienes las pusieron en pie gastándose un dineral para luego no ver recompensado su esfuerzo como esperaban, pero a las que el tiempo ha favorecido colocándolas en el lugar que merecen porque, después de todo, son buenas películas. Ya que he dado pie a comparaciones, La Batalla de Inglaterra es tal vez la más floja de las tres por su irregularidad, pues alterna tramos vibrantes (las escenas de combate aéreo, espléndidamente filmadas, se llevan la palma por descontado) con otros que claramente sobran, como esa historia de amor metida con calzador que agrega minutos innecesariamente. Eso no quita para que estemos ante un largometraje muy reivindicable y perfectamente capaz de proporcionar un entretenimiento digno incluso a día de hoy.

Mención especial para la banda sonora compuesta por Ron Goodwin, y sobre todo para la pegadiza marcha militar que compuso para los créditos iniciales.  

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