La historia de Inglaterra está plagada de relatos sobre casas encantadas, algo normal si tenemos el cuenta lo triste del clima y la abundancia de caserones enormes y lóbregos. Curiosamente, la historia de la película que nos ocupa iba a transcurrir en Estados Unidos, como ocurre en la novela de la que procede, y sólo cambió de ubicación cuando el productor James Nicholson comprobó que gastaría menos dinero si trasladaba sus bártulos al otro lado del charco y filmaba con actores ingleses. A instancias de Nicholson, el prestigioso escritor y guionista Richard Matheson, autor de muchos relatos que han sido luego llevados al cine, aceptó aligerar el tono guarrete de su propia novela a fin de obtener un guión aceptable para los comités de censura, lo cual no impidió que La leyenda de la mansión del infierno fuese calificada X en el Reino Unido, mermando gravemente sus posibilidades de exhibición.

El hecho en sí tiene gracia, pues viendo la película uno no tarda en darse cuenta de lo mal que ha envejecido, preguntándose qué coño le vieron los censores para arremeter contra ella. Dado que el rodaje se llevó a cabo con un presupuesto ínfimo, resulta loable el empeño puesto en asustar al público sin casi hacer uso de efectos especiales, apoyándose únicamente en ambientación y decorados para crear mal rollo psicológico. Pero en muchas situaciones el truco no acaba de funcionar por su ingenuidad, y para colmo la premisa que justifica el argumento, la cual se desvela al final del metraje, es tan absurda que provoca auténticas carcajadas. Comparar esta baratija con algo como El exorcista (estrenada el mismo año de 1973) puede que resulte odioso, pero evidencia hasta qué extremo ciertas películas pueden llegar a ajarse con el transcurso de unos pocos años. Y si buscamos por Internet y leemos ciertas cosas, evidencia lo peligrosa que puede llegar a ser la nostalgia gratuita «porque sí, porque cualquier tiempo pasado fue mejor y antes todo molaba». Ellos sabrán.

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