Arthur Kipps es un joven abogado viudo a quien su jefe encarga gestionar la venta de una mansión abandonada, sita en un remoto pueblo costero a varias horas de Londres. Lo que parece una tarea rutinaria adquiere pronto otro cariz: Kipps no tarda en darse cuenta de que sucede algo extraño. Ya no es porque su presencia en el pueblo ponga nerviosos a los lugareños, sino porque en la mansión, tétrica y oscura, cree haber observado a una misteriosa mujer vestida de negro, cuya aparición no presagia nada bueno…
Junto a Déjame entrar (2010), La mujer de negro simbolizó el resurgimiento de la legendaria Hammer Films, responsable de alguna de las películas de terror más famosas hechas a mediados del siglo XX, pero que desde entonces había vivido sumida en una más que discreta penumbra. Ese resurgimiento llegó acompañado de buenas críticas y el suficiente respaldo del público como para, en el caso de la cinta que nos ocupa, justificar una ponzoñosa secuela tiempo después. Basada en una novela que saca partido de los relatos sobre casas encantadas que salpican la geografía inglesa, llena de caserones enormes y lóbregos que se prestan a la presencia en ellos de toda clase de espíritus, La mujer de negro no es otra cosa que una miscelánea de tópicos del terror, género al que se acostumbra a maltratar. No faltan ni los consabidos sustos con violines de fondo, aderezados con más de una gilipollez. Por ejemplo que el protagonista decida pasar toda una noche en la mansión encantada rellenando papeles del trabajo, sabiendo ya lo que ronda por allí, cuando puede hacerlo alojándose en casa de un amigo sin problema alguno.
Con todo, al menos la película se deja ver, aunque desde luego no pasará a la historia. Cuenta a su favor con una ambientación de estilo gótico muy conseguida y con una duración de noventa minutos escasos, que para un tinglado como este, de consumo rápido y olvido todavía más rápido a posteriori, es la justa y necesaria.