Poco puede contarse ya sobre de una de las películas más famosas y controvertidas del último medio siglo, filmada por Kubrick para sacar rédito del entonces pujante fenómeno del Nuevo Hollywood, que llenaba las salas de cine de jóvenes con inquietudes intelectuales y «antisistema» bajo la influencia de movimientos como la Nouvelle Vague francesa. Él los despreciaba, pero se aprovechó de ellos en cuanto vio la oportunidad porque sentía pánico a convertirse en «un dinosaurio» como le había pasado a colegas de profesión entre los que se encontraban los muñidores de Waterloo; un estrepitoso fracaso de taquilla que, unido al éxito de «largos» como Bonnie and Clyde o Easy Rider, señalaban el nuevo rumbo que el cine tomaría en años venideros.

Stanley Kubrick había leído la novela original de Anthony Burguess mientras estaba enfrascado en la producción de ¿Teléfono Rojo? ¡Volamos hacia Moscú!, pero no le había gustado por encontrarla ininteligible. Burgess, un hombre con un bagaje vital y cultural inmenso que hablaba con soltura media docena de idiomas, sacó la idea para la novela de una horrible agresión que su propia mujer había sufrido en Londres durante la II Guerra Mundial, cuando cuatro soldados norteamericanos la violaron y apalizaron provocándole el aborto del hijo que esperaba. Lo demás, incluyendo la famosa jerga inventada que llamó nadsat, lo sacó de un batiburrillo de influencias aparentemente inconexas, dándole forma dentro de un contexto distópico ambientado en un decadente futuro cercano, y lo publicó junto a otra serie de novelas escritas a toda velocidad con el fin de hacer caja y resolver la vida a su esposa, dado que a él le habían detectado un tumor y estaba seguro de que no viviría por mucho tiempo.

El resto es una historia que daría por sí sola para rodar una miniserie dramática sobre el making of, con los derechos de la novela convertidos en objeto de especulación financiera: Mick Jagger, gran entusiasta de la obra, los compró por cuatro perras a un Burgess desesperado por conseguir dinero, y luego los revendió por una pasta a dos tipos que a su vez se los revenderían a Kubrick por más pasta aún sin que Burgess viese un penique. Ni que decir tiene que al escritor no le hizo gracia, y menos cuando Stanley le llamó para hacerle consultas sobre la novela por las que él no recibiría nada. Al final Warner Brothers, que acababa de firmar un contrato de asociación con Kubrick que se haría vitalicio, tuvo que compensarle; pero sería por un monto inferior al obtenido por Jagger y los otros intermediarios a raíz de sus cambalaches.

La Warner tenía miedo a que La naranja mecánica fuese calificada X o directamente prohibida y limitó el presupuesto de la cinta a sólo dos millones de dólares, lo que obligó a Kubrick incluso a prescindir de un guionista y trabajar en el libreto solo, rodando en exteriores sin apenas equipo de luces (el trabajo del director de fotografía John Alcott sacando partido de ello es fabuloso) y a toda hostia para lo que el chalado de Stanley acostumbraba. Eso no libraría al equipo de padecer un suplicio a manos del realizador sobre el que Malcolm McDowell puede dar fe. Sus «pasadas de rosca» no amainaron tras el estreno, como bien atestiguó el futuro cineasta Bertrant Tavernier, encargado de publicitar la cinta en Francia y que acabó mandándole a la mierda entre una marea de llamadas telefónicas a horas intempestivas y órdenes de trabajo contradictorias. Porque el «genio», manipulador y posesivo hasta límites enfermizos, acabó mal con todo el mundo empezando por el propio Burgess, descontento por la elevada la carga sexual del filme («tiene gracia viniendo de alguien tan conservador», dijo) o el cambio del final respecto al del libro, que Kubrick consideraba con acierto como inverosímil.

Las escenas de la técnica Ludovico fueron las primeras en rodarse. Ante las quejas de McDowell por el dolor intenso en uno de sus ojos, Kubrick bromeaba contestándole que aún le quedaba otro.

Aunque el tristemente olvidado Carlos Pumares la despreciaba afirmando de ella que se había quedado vieja, no cabe duda de que La naranja mecánica es una película muy estimable por cómo está filmada e interpretada. El escaso presupuesto (que sin embargo no impidió a Kubrick cargarse una cámara de mil libras para rodar la escena en la que Alex se tira por una ventana) llevó a la adopción de soluciones imaginativas como usar una silla de ruedas reclinable para ciertas tomas, y el abandono del Scope por un formato de imagen más cuadrado, de 1,66 a 1, ayuda a centrar al espectador en el foco de la acción y enfatiza la expresividad de los planos cortos, aumentando su impacto visual de modo que llegan a ser deliberadamente incómodos cuando conviene. En este sentido el acompañamiento de la música resulta excelente, contraponiendo el amor que Alex siente por la Novena Sinfonía de su divino, divino Ludwig Van (un canto sobre valores de paz y armonía) frente a su personalidad perturbada.

Luego está el mensaje descarnado del filme, que va más allá de la violencia que transmite. Paradójicamente a lo afirmado por el bueno de Pumares, transcurridas cinco décadas desde su estreno La naranja mecánica resulta inquietantemente actual ante el auge de los fascismos que estamos viviendo durante este oscuro siglo XXI, presentados como la «solución» a los problemas de nuestra sociedad. Alex y sus drugos no son sino la extensión de ese sistema fascista, más que una respuesta al mismo, y de hecho acaban formando parte íntegra de él, unos como policías y Alex como preso culpable de asesinato y finalmente como marioneta de políticos que le utilizan en sus luchas por el poder. Todo en el marco de una selva despiadada de arquitectura brutalista donde los fuertes (las clases privilegiadas) aprovechan su situación para hacerse cada vez más fuertes mientras los débiles (el resto de la sociedad) viven pendientes de un hilo, en constante vigilancia para no ser devorados por los peligros que les acechan desde todas partes.

En ese sentido la interpretación de Malcolm McDowell resulta clave por su capacidad para hacer que el espectador se sienta identificado con el protagonista, en lo que constituye uno de los mayores logros de la película. Siempre polémica, siempre controvertida, pero ahora quizá más reivindicable que nunca. Para empezar porque nadie tendría pelotas para estrenar algo así actualmente. Pero también por su mensaje especialmente pesimista, porque a juicio de La naranja mecánica el ser humano puede evolucionar en su nivel de desarrollo, pero no puede cambiar su naturaleza. La condición cruenta y destructiva del hombre está ahí, y es inmutable. Una advertencia sobre los tiempos que corren.

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