Una de las películas más céleres de David Cronenberg, basada en una novela previa de Stephen King, que en la década de 1980 fue al cine fantástico y de terror lo que el ketchup a una buena ración de patatas fritas: un acompañamiento casi omnipresente en el género, que no imprescindible. Producida por Dino de Laurentiis en colaboración con Debra Hill (habitual de John Carpenter) y con música del malogrado Michael Kamen en un registro muy distinto al que le haría conocido años más tarde, trata de un modesto profesor de instituto que pasa cinco años en coma tras sufrir un aparatoso accidente de coche, y al despertarse comienza a tener extrañas alucinaciones relacionadas con la gente a la que coge de la mano.

Cronenberg estaba muy cansado tras la complicada gestación de su anterior película, Videodrome. Pero no harto, y aceptó este proyecto de encargo inicialmente previsto para Stanley Donen (!) porque quería seguir trabajando pero de forma menos exigente, y aquí encontró la oportunidad que buscaba en lo que sería su primer largometraje de producción estadounidense y con medios aceptables. Aunque en principio se lo daban todo más o menos hecho, se animaría a colaborar con Jeffrey Boam en la escritura del guión, desechando otro del propio Stephen King con el beneplácito de los productores y tomándose de paso bastantes licencias respecto a la novela (un tocho espesísimo) para simplificar su estructura, adaptándola dentro de su estilo personal pero sin faltar a la esencia del material de origen. Contra lo que podría pensarse, King se lo tomó bastante bien y hasta quedó contento del resultado.

Excelente reparto encabezado por Christopher Walken en compañía de Tom Skerritt, Martin Sheen o Brooke Adams, quien ya tenía experiencia en esta clase de saraos. De Laurentiis tuvo que aflojar la chequera a base de bien para poder contar con ellos, pero valió la pena sobre todo en el caso de Walken, que brindó una interpretación magnífica de su personaje; un don nadie (su nombre en la película, John Smith, no es casual) que ve trastocada su vida cuando le cae encima lo que todos juzgaríamos como una bendición, pero que en realidad es justo lo contrario. Sobre todo cuando en su camino se cruza el senador Greg Stillson, un trasunto nada disimulado del miserable Ronald Reagan dotado con su mismo tinte populista y mesiánico.

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