El anunciado estreno en próximas fechas de un remake de Point Break, “traducida” en España como Le llaman Bodhi, demuestra nuevamente en qué estado se encuentran tanto el cine como, inclusive, la sociedad misma. Hasta hace pocos años, nadie se habría planteado rodar una nueva versión de una película tan mediocre, estrenada en 1991 con un éxito de taquilla sólo relativo, muy inferior al esperado. Es lo que tienen las decadencias: que espolean el sentimiento irracional de que cualquier tiempo pasado fue mejor, convirtiendo un ramplón entretenimiento juvenil en una obra maestra del séptimo arte. Aparte de lo guapa que sale Lori Petty antes de avejentarse cosa mala y dedicarse a exponer arte abstracto, lo único realmente destacable de la película fue el empeño del entonces desconocido Keanu Reeves por aprender surf, al punto de aficionarse tanto a él que aún hoy sigue practicándolo.
Aunque es el protagonista, en los créditos ese papel le corresponde al añorado Patrick Swayze, cuyo cache era mayor tras el éxito de Dirty Dancing y buscaba afianzar su recién adquirido estatus de estrella participando en tinglados presuntamente comerciales como este. No lo consiguió, y eso que aquí llega a jugarse el tipo lanzándose en paracaídas (una de sus aficiones preferidas) como en la escena cuya foto ilustra este texto. La película no empieza nada mal. Tiene ritmo y está bien filmada por la directora Kathryin Bigelow, pero hacia la mitad todo se va al carajo por el empeño del guionista en estirar el frágil hilo argumental hasta las dos horazas, algo sólo al alcance de un fenómeno y que en el caso de Peter Lliff, que no lo es en absoluto, acaba del único modo posible: en ridículo.