Una de las películas más famosas realizadas por Clint Eastwood durante los años noventa, algo sorprendente a la vista de su mediocridad. Es la historia de una cuarentona frustrada y malfollada que pasa sus días muerta de asco en una granja solitaria, acompañada por un marido antes preocupado por la susodicha granja que por ella y por dos hijos adolescentes para quienes es poco menos que un estorbo. En un momento dado esos tres desagradecidos se marchan a pasar cuatro días fuera y justo en ese instante aparece por allí un maduro, misterioso y bien plantado fotógrafo del National Geographic por el que la mujer pasa todo el tiempo mojando las bragas. Ambos se enamoran perdidamente, pero en lugar de aprovechar la ocasión para huir con él, como habría sido lógico, ella opta por seguir pudriéndose en la granja y sacrificarse por su familia.
Basada en una novela que es puro detritus y que fue un éxito sólo porque Oprah Winfrey la publicitó en su programa para marujas recalcando lo mucho que se había emocionado leyéndola, Los puentes de Madison trata en realidad sobre la redención de los hijos de la mujer (ahora atrapados en sendos matrimonios que hacen aguas), narrada a través de unos diarios que ella dejó para que fuesen leídos a su muerte y en los que intenta explicar lo sucedido durante aquellos cuatro días de frenesí romántico y sexual. Pero no se trata de una redención en plan «ey, tendríamos que pensar en cambiar nuestras vidas antes de que sea tarde», sino justo lo contrario: hay que darlo todo por el matrimonio y la prole, aunque ello nos haga sentirnos insatisfechos y desgraciados. En este sentido la película, como la inmunda novela en que se basa, transmite una repulsiva moraleja ultraconservadora.
Producida por Spielberg colaborando con la Malpaso de Eastwood, entre lo poco que salva este mamotreto trufado de diálogos engañosamente filosóficos y romanticismo de baratillo está la dirección del tito Clint, sencilla a la par de elegante. Eso y la química entre los protagonistas, dos magníficos actores después de todo, legando escenas tan brillantes como la del encuentro de camionetas bajo una lluvia torrencial. Respecto a un clímax como ese, bien arropado por la emotiva música de Lennie Niehaus, podría decirse que resulta inmerecido para una historia tan floja y tópica. Pero Clint Eastwood es Clint Eastwood, alguien capaz de extraer perfume hasta de la mierda más hedionda.