O Carne y sangre, según la traducción de su título original, muy elocuente. O también Carne, sangre y codazos, como fue nombrada por algunos miembros del equipo de rodaje.
Tras el éxito internacional de películas como Delicias turcas o Eric, oficial de la reina, a Paul Verhoeven su Holanda natal le venía pequeña para los proyectos que tenía en mente y decidió marcharse a la Meca del cine, a Hollywood, en busca de nuevos horizontes. Allí estableció contactos entre otros con Steven Spielberg y al parecer llegaron a ofrecerle la dirección de El retorno del Jedi, pero rechazó el trabajo. Con un ambicioso guión bajo el brazo, escrito por su amigo y colaborador Gerard Soeteman, reciclado a partir de lo que años antes ambos habían ideado como una serie para la TV, al final encontró acomodo en Orion Pictures, empresa considerada «de segunda» pero con valor al alza (fue responsable de distribuir éxitos como Acorralado o Amadeus), donde le plantearon filmar un largometraje en régimen de coproducción entre europeos (holandeses y españoles) y norteamericanos. La idea no era otra que minimizar riesgos reduciendo el montante de las facturas para así amortizar lo antes posible un presupuesto no demasiado holgado.
Siete millones no daban para muchos dispendios y Verhoeven se vio obligado a trabajar con lo justo. Poco imaginaba en qué cenagal se estaba metiendo al firmar el contrato. Si se las prometía felices saliendo de las oficinas de Orion con una amplia sonrisa en los labios, se equivocó de medio a medio porque el rodaje fue un auténtico suplicio: mientras los productores españoles le timaban haciéndole promesas que luego no cumplían (algo muy español), holandeses y yankis no paraban de hacerle «sugerencias» varias. En particular los últimos, peleados con el director para hacer toda clase de cambios en el guión a los que Verhoeven, poco dado a dejarse malear, se resistía poniendo cara de perro. El tratamiento del susodicho guión sería también motivo de discusiones a voces entre el realizador y su actor fetiche hasta ese momento, Rutger Hauer, con el que una vez finalizado el rodaje no volvería a cruzar palabra en décadas. Con la presión añadida de tener que filmar a toda hostia un producto que debía aparentar como una superproducción aunque no lo fuese ni de lejos, todo aquel mal rollo se trasladó al plató. Verhoeven trataba a todo el mundo a patadas (especialmente a los españoles, algo que no sorprende visto lo visto) y hasta los últimos extras se peleaban por chupar plano en cada toma, de ahí los «codazos».
Una vez acabada, la película tampoco se libró de problemas esta vez con la censura, que blandía sus tijeras por doquier ante la crudeza de la historia y no pocas de sus imágenes. De hecho, hoy cuesta creer que en Orion tragasen con ciertas cosas que actualmente serían imposibles de ver en cualquier película destinada al gran público. El mundo que retrata Los señores del acero es deliberadamente brutal, sucio, cínico y perverso porque así era el mundo durante la época en que se ambienta la película. Un mundo donde, como afirma el propio Verhoeven, morir por causas naturales tras haber llegado a viejo era algo poco común. No hay héroes ni villanos: todos los personajes son, en mayor o menor medida, unos impresentables, y lo son porque así se lo exigen los tiempos que les ha tocado vivir. Es eso o acabar pisoteado. O directamente muerto a manos de alguien con menos piedad y escrúpulos.
En resumen, aunque Los señores del acero tiene sus defectos (el principal de ellos cierta falta de ritmo), quedó bien. Mejor de lo que podría decirse a tenor de sus cifras de taquilla, no demasiado brillantes, y de la animadversión que el propio Verhoeven experimentó hacia ella, pese a que le abrió definitivamente las puertas del cine americano con Orion Pictures apostando de nuevo por él. Pero lo había pasado tan mal haciéndola que, al día siguiente de estrenarla en el festival de cine más importante de Holanda, cogió el primer avión con destino a Estados Unidos para ponerse a currar en lo que más tarde llegaría a ser Robocop, sin querer saber nada más de su anterior trabajo. Borrón y cuenta nueva.
Los señores del acero resulta muy reivindicable en los tiempos que corren. Así lo ve mismamente Jennifer Jason-Leigh, la protagonista femenina, que en su día ya se opuso a la censura con vehemencia. Ella logró «tirar pa´lante» con su ambiguo personaje de virgen-putilla (y a buen seguro menor, aunque no se mencione) sin cortarse de aparecer desnuda en un buen número de planos y solventando eficazmente escenas tan difíciles como la de la violación que amenaza con convertirse en grupal, que ella evita ofreciéndose taimadamente al jefe de los mercenarios que la han secuestrado, al que da vida Rutger Hauger ofreciendo una buena contra-réplica metido en la piel de un auténtico jeta sin el menor atisbo de moral, pero que sucumbe a los encantos de «su» chica. El posesivo lo entrecomillo adrede, y si no han visto la cinta, cuando lo hagan sabrán por qué. Los demás personajes no desentonan, aunque ambos se lleven la palma, y tanto Basil Poledouris como Jan de Bont se encargan de poner la guinda, cada uno en su parcela respectiva (música y fotografía), a una obra que sin duda ha ganado con los años.