El año 1977 resultaría clave en el devenir del cine estadounidense más comercial: al estreno de Star Wars, sobre la que huelga decir nada, se unió en diciembre el de la cinta que nos ocupa, cuyo impacto superó las expectativas de todos los que se habían implicado en la producción de un modo un otro. No sólo cosechó un éxito económico gigantesco (con su ridículo presupuesto de tres millones de dólares hizo una taquilla a nivel mundial de casi 250), sino que se convirtió en un fenómeno social que generó toda suerte de imitaciones, elevó a sus protagonistas a la categoría de iconos planetarios e hizo de la música disco un género casi intemporal, cuya estética asociada fue un referente para la juventud durante años.
Reflejos de una moda que, por fortuna, no volverá.
Y eso que la película no era gran cosa precisamente. Basándose en un reportaje del periodista londinense Nik Cohn (quien más tarde confesaría públicamente que se lo había inventado en su mayor parte), el guionista Norman Wexler escribió una historia simple como un chupete acerca de un veinteañero italoamericano que sobrevive como puede en una modesta barriada neoyorkina. Acudir los sábados por la noche a bailar en un club de moda, donde es idolatrado allá por donde pisa y deseado por todas las chicas, es la única vía que tiene para abstraerse de un futuro sin perspectivas, con una familia que le ve como la oveja negra, un trabajo mierdoso y una cuadrilla de amigos básicamente subnormales. Pero todo podría empezar a cambiar cuando un día se topa con una estirada y repelente jovencita aspirante a upper class que se le hace la estrecha y por la que, en consecuencia, se siente inmediatamente atraído. En vista de que a ambos les une su pasión por el baile, él la convence para que sea su pareja en un concurso que se celebrará próximamente…
En fin, una clásica historia de superación cuyas semejanzas con Rocky (estrenada el año anterior) resultan tan evidentes que incluso iba a ser dirigida por el mismo de aquella, John G. Avildsen. Hasta que pocas semanas antes de empezar el rodaje se peleó con el productor Robert Stigwood por discrepancias en el guión. Muy cabezota, Avildsen acabó de patitas en la calle y sustituido a la carrera por John Badham, en el primero de una serie de golpes de fortuna que le permitirían 1) labrarse fama de director taquillero; y 2) labrarse igualmente fama de eficaz «apagafuegos», pues no sería la última vez que tendría que coger in extremis las riendas de un proyecto en marcha. Contando los imponderables que debía enfrentar (falta de tiempo, de dinero, un guión endeble y un reparto con poca o ninguna experiencia en el cine) puede decirse que Badham realizó una labor muy competente, dando forma a un producto de calidad aceptable además de muy comercial. Pese al tiempo transcurrido desde su estreno puede verse, y hasta disfrutarse, sin sentir vergüenza ajena, dejando de paso escenas para el recuerdo. Como la de los créditos iniciales, sin ir más lejos:
Y claro está, resulta del todo imposible fijarse en Fiebre del sábado noche sin hacer mención a su música, que aunque no haga tanto acto de presencia como cabría esperar (esto en realidad es un drama y no un musical), resulta elemento fundamental de una película cuya banda sonora todavía figura como la más vendida de todos los tempos, honor que muy probablemente ostentará para siempre dado que hoy por hoy nadie compra ya discos.
De nuevo, el australiano Robert Stigwood tuvo aquí una presencia determinante. Poderoso ejecutivo de la industria musical y dueño de un sello discográfico al que, en un alarde de modestia, bautizó con su propio nombre, aparte de haberse metido a producir cine era también el manager de los Bee Gees. El trío ya había coqueteado con el género disco tiempo atrás, pero era esencialmente conocido por su pop melódico (que no meloso) y para 1977 su carrera estaba en franca decadencia.
El taimado Stigwood vio en Saturday Night Fever una oportunidad para colocarlos otra vez en el candelero, aunque ello implicase poco menos que hacerles saltar fuera del agua, y gracias a una campaña promocional inicialmente discreta pero muy bien orquestada, convirtió a los hermanos Gibb en reyes de las pistas de baile para toda la eternidad con sólo siete canciones. Y sobre la base de un género considerado hasta entonces como underground y un tanto sórdido por su vinculación al colectivo gay (del que el propio Stigwood formaba parte), convertido de repente en mainstream gracias a ellos. Para completar el LP (que es doble) se echó mano de artistas tradicionalmente más asociados a la música disco como Kool & The Gang, mientras que del resto se hizo cargo el entonces muy prestigioso David Shire, a quien ya le dediqué un merecido hueco aquí.