Una de esas películas que sólo se explican como producto de la época en que se filmaron, como consecuencia de la revolución conservadora vivida en Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan. La infantilización cultural derivada de esa «revolución» que pretendía retrotraer al país a los años cincuenta de la mano de un gobernante pacato e iletrado como pocos pero al mismo tiempo profundamente inmoral, en cruel ironía con los valores que pretendía hacer tragar a los demás, trajo cambios radicales al cine y se cebó especialmente con él, convertido en medio de propaganda del nuevo régimen dominante: la preocupación por las buenas historias y guiones fue sustituida por el puro show bussines, espectáculo por y para descerebrados que, paralelamente al desarrollo tecnológico, impulsó la industria de los efectos especiales convirtiendo a sus responsables en estrellas a la altura de las más populares del firmamento cinematográfico.

Stan Winston era una de ellas. Especialista en dar vida a toda suerte de pavorosas criaturas en películas como La cosa, Terminator o Depredador, eso le permitiría llegar a director debutando en 1988 con esta Pacto de sangre, que por contra a lo que cabría esperar por ser lo habitual en el cine de terror durante esa época, no está basada en un relato de Stephen King sino en un poema escrito por un tal Ed Justin. Como no podía ser de otra forma, Winston se encargó también de los efectos relativos al espeluznante monstruo que aparece en la película, que cuenta además con el atractivo de la presencia del conocido Lance Henrriksen como protagonista. El actor interpreta a un modesto comerciante rural, cuyo hijo fallece atropellado accidentalmente por un grupo de chavales pijos de ciudad que se da a la fuga. Cegado por sus deseos de venganza, acude a una enigmática bruja para que le ayude a contactar con un ser de ultratumba al que los lugareños conocen como Pumpkinhead (cabeza de calabaza) y firmar un demoníaco pacto con él sin importar el precio ni las consecuencias.

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