Hacia el final de los años 80, a John Rambo le ocurría más o menos lo mismo que a otro personaje icónico de la década como Indiana Jones: daba la impresión de que, tras dos películas, su ciclo había finalizado porque ya no tenía nada que contar. Pero Sylvester Stallone estaba en apuros tras fracasar con sus últimos proyectos, y aceptó resucitar la franquicia (cobrando un sueldazo en el que se incluyó un jet privado valorado en 12 millones de dólares) en un intento de remontar una carrera que mostraba alarmantes signos de decadencia, buscando reconciliarse con el público que le había dado la espalda tras aupar a Rambo II hasta el segundo puesto de la taquilla mundial en 1985.
El problema era que tres años después la situación había dado un giro radical gracias a la Perestroika de Gorbachov. La Guerra Fría estaba en visos de concluir y para colmo, poco antes del estreno de la nueva aventura de Rambo, que discurría en el Afganistán invadido por los soviéticos desde 1980, estos anunciaron su marcha del país contribuyendo, de este modo, al fiasco de una película que incluso sin ese lastre nacía ya vieja, desfasada y rancia. Stallone creyó que copiando los esquemas de la anterior entrega y magnificándolos (incluyendo el mensaje parafascista) igualaría su éxito, pero cometió un error y el resultado ahonda en la comedia involuntaria, aglutinando algunas de las secuencias más vergonzosamente hilarantes del cine contemporáneo, las cuales fueron objeto de burlas ya en el momento de su estreno. Y es que tras años de adoctrinamiento conservador el público podía estar alienado e idiotizado, pero no tanto como algunos llegaron a creer.
Stallone, el mejor guionista de Hollywood. Como muestra un botón.
Por si fuera poco el rodaje tampoco fue un camino de rosas. A Stallone le había encantado Los inmortales y fichó a su director, Russell Mulcahy, pero las peleas a cara de perro entre ambos concluyeron con su despido fulminante tras sólo dos semanas por “diferencias creativas” (el equivalente cinematográfico al “diferencias irreconciliables” de los divorcios) sustituyéndole el director de la segunda unidad, Peter McDonald, que no se sintió precisamente a gusto teniendo que aguantar a un Sly del que se convirtió en marioneta (“quise hacer de Rambo un personaje más humano, pero no me lo permitieron”) y enfrentándose a toda clase de imponderables, alguno de ellos fruto de la decisión de rodar en Israel y Pakistán, provocando la ira de grupos fundamentalistas tanto judíos como musulmanes, que llegaron a lanzar amenazas de muerte contra los miembros del equipo. Entre pitos y flautas, el presupuesto acabó disparado hasta los 71 millones de dólares (63 netos más publicidad), lo que reservó a Rambo III un hueco en el Guinness como la película más cara de la historia hasta la llegada de Terminator 2. No sería el único: también figuró como la más violenta, con 221 actos comprobados de violencia y 162 muertes.