Una de las obras maestras del gran Sidney Lumet (porque tiene en su haber unas cuantas, eh) basada en una biografía del escritor Peter Maas, cuyos derechos fueron adquiridos a la carrera por el inefable Dino de Laurentiis para que el director de Philadelphia la llevase al cine sustituyendo al inicialmente previsto John G. Advilsen, que en otra de sus habituales trifulcas por una u otra causa acabó de patitas en la calle durante la fase de producción. Lumet, un realizador con mucha más pericia, sacó provecho de la oportunidad facturando uno de los mejores trhillers policíacos que jamás se hayan visto. Frank Serpico era un policía de Nueva York que se hizo famoso al destapar una gran trama de corrupción enquistada en el cuerpo durante años, y aunque sus denuncias cambiaron para siempre a la Policía de la ciudad, el ejemplo de honradez e integridad que dio no le saldría gratis.

El alma de esta película es sin duda Al Pacino, que con los avales que le daban su formación teatral (siempre he creído que los mejores antores de cine provienen del teatro) y la fama conseguida gracias a El Padrino, realizó un trabajo magistral interpretando a Frank Serpico, quizás el mejor de su carrera. Un policía que ya desde el mismo instante de entrar en el cuerpo empieza a tomar conciencia de que aquello no deja de ser, en cierta forma, como un trabajo más, lejos del ideal que imaginaba antes de graduarse. Un hombre valiente dispuesto a sacrificarlo todo con tal de acabar con la ola de corrupción que lamina la policía de Nueva York precisamente en el peor momento, cuando la ciudad vive una escalada de criminalidad sin precedentes, pero que al mismo tiempo sufre una angustia creciente ante las dudas de que aquello vaya a servir para algo excepto para fastidiar su propia vida (sus compañeros le dan la espalda, los altos mandos pasan de él, su pareja termina abandonándole…). No extraña que acabase odiando su trabajo, dimitiendo y exiliándose en Suiza.

Las dos escenas que reflejan esa última frase, primero con Serpico mandando al carajo a sus jefes y finalmente con un plano general que refleja su terrible soledad, ponen colofón a una película rodada de forma bastante curiosa (al revés, con Pacino cortándose el pelo y afeitándose gradualmente) y que transmite un mensaje descorazonador, muy en la onda de una época en que el pesimismo predominaba en la sociedad norteamericana: un hombre solo apenas tiene capacidad para oponerse al sistema, y si o hace tendrá que hacer frente a las consecuencias de su acción aunque consiga resultados. El magnífico trabajo de Sidney Lumet retratando una Nueva York casi postapocalíptica, sucia, grisácea y peligrosa, junto al prodigioso montaje de la gran Dede Allen, redondean una obra magna que sin embargo no fue de agrado del verdadero Serpico, que era muy amigo de John G. Advilsen y se disgustó mucho con su despido. Tanto que no llegó a ver la película entera hasta 2010, según él mismo reconoce.

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