A mediados de los noventa, todo el mundo quería ser como Tarantino. Los éxitos de Reservoir Dogs y Pulp Fiction le habían convertido en chico de moda entre el público y en niño mimado de la industria cinematográfica, que se moría por seguir su estela. La película que nos ocupa hoy no fue sino la consecuencia lógica de esa intención, y viéndola es imposible desligarla de ella porque Tarantino parece su musa inspiradora. El guión, de estructura claramente «tarantiniana», fue escrito a toda prisa por un chupatintas que había trabajado en un bufete de abogados y una agencia de detectives llamado Christopher McQuarrie. Sirviéndose de aquella experiencia, inventó esta historia sobre un agente de la ley que trata de esclarecer un brutal homicidio que implica a un grupo de viejos conocidos de la policía, relacionado a su vez con un enigmático personaje al que todos en los bajos fondos conocen como Keyser Söze; un despiadado criminal al que nadie ha logrado identificar jamás sin que ello le suponga perder la vida.
Lo mejor de esta película es sin duda el reparto, repleto de nombres ilustres en el cine de los noventa y el Indiewood y con un Kevin Spacey fenomenal, Oscar como Mejor actor secundario por su trabajo. Dirige el mediocre Bryan Singer, al que McQuarrie había conocido años atrás en Sundance y hoy caído en desgracia, como Spacey, tras ser acusado de pederastia, no sin antes haber cometido algún atentado contra la dignidad del cine y sus espectadores. El estilo visual con el que dota a Sospechosos habituales es inconfundible por su origen, y aunque la película me parezca lejos de ser lo que en un artículo de la revista Fotogramas calificaron de «obra maestra inconmensurable» (con el redactor masturbándose a cada frase y el que suscribe luchando a toda costa por evitar que su ropa quedase pringada de semen), al menos sí puede decirse que es lo bastante buena como para disfrutarla, aunque el inevitable giro sorpresa del final acabe resultando previsible.