La actriz francoalemana de origen austríaco Romy Schneider (su verdadero nombre era Rosemarie Magdalena Albach y el artístico surgió de conjugar el nombre de pila con el apellido de su madre, también actriz) fue una de las musas del cine europeo a partir de la década de 1960, aunque alcanzase la fama unos años antes interpretando a la emperatriz Isabel «Sissi» de Baviera en la edulcorada saga de películas sobre el personaje dirigidas por Ernst Marischka. Su talento para la interpretación contrastaba con un carácter depresivo, tendente a la bipolaridad, que la predispuso a sufrir adicciones, y así llegó a los años ochenta en un punto crítico. Recién separada de su segundo marido y aquejada por graves problemas de salud que la obligaron a operarse del riñón, su hijo mayor le daba la espalda y pese a todo el dinero que había ganado a lo largo de su carrera, se encontraba en una situación económica precaria. En abril de 1981 decidió pasar unos días en un hotel – centro de rehabilitación situado en las costas de la Bretaña francesa, durante los cuales concedió una extensa entrevista a un reportero de la revista Stern que sería la última antes de morir al año siguiente, fulminada por un infarto del que nunca se ha sabido con certeza si fue accidental o provocado por un intento de suicidio mezclando alcohol y medicamentos. Sólo tenía 43 años.
Como ya habrán supuesto, la película que nos ocupa relata aquellos días de estancia en el hotel y la gestación de la mencionada entrevista, acompañada para el caso por una serie de imágenes del prestigioso fotógrafo alemán Robert Lebeck que han pasado a la historia. Relato ficticio basado en hechos reales escrito y dirigido por una realizadora también francoalemana como la Schneider, que se distingue por la cuidadosa fotografía en blanco y negro imitando las fotos de Lebeck para aquella ocasión y por la interpretación de Marie Bäumer dando vida a la frágil protagonista, a la que el taimado reportero de Stern busca manipular para «sacarle jugo» en su propio interés mientras una vieja amiga de Romy que le hace compañía y el fotógrafo, también buen amigo suyo, intentan protegerla. Ese tira y afloja es sin duda lo mejor de Tres días en Quiberon, «largo» que pese al interés del personaje al que retrata no llega a rematar la faena por disperso y pesado, presa de una exasperante falta de ritmo. Ni que decir tiene que a los amigos y familiares de Schneider el filme no les hizo ni puñetera gracia, acusándolo de verter toda clase de falsedades y mentiras.
Una de las fotos que Lebeck hizo a Schneider durante su estancia en Quiberon.