Cinco años tardó el difunto Milos Forman en rodar una nueva película tras el descomunal éxito de crítica y público obtenido con Amadeus en 1984. Como suele ocurrir cuando alguien lo peta así, el director checo utilizó los mimbres de su anterior trabajo para intentar seguir en la cresta de la ola. De este modo, se fijó en otra historia ambientada en el siglo XVIII, basada en una afamada novela epistolar de 1782 que a su vez ya había conocido montajes previos tanto en el cine como en el teatro.
Pero como suele ocurrir, también, en casos así, el intento por parte de un cineasta de repetir un éxito reutilizando los mimbres de otro inmediatamente anterior no salió como cabía esperar. En parte fue por mala suerte, ya que el rodaje y estreno de Valmont coincidieron prácticamente con los de Las amistades peligrosas de Stephen Frears, basada en la misma novela aunque más cercana al montaje teatral ideado en 1985 por el dramaturgo Christopher Hampton. Hasta se rodaron en localizaciones de la misma región francesa y casi a la vez, solo que el rodaje de Valmont se alargó el doble (seis meses contra tres) y salió más caro (treinta y cuatro millones de dólares, una suma nada baladí). Todo para, al final, no comerse una rosca: dejando a un lado que su competidora es una película globalmente superior, acabó estrenándose antes y estaba bendecida por un reparto de caras mucho más conocidas (y que además actúan mejor), amén de por una campaña publicitaria que fructificaría en multitud de halagos, incluyendo varios Oscar. Para colmo Valmont sufrió una distribución ultrajante por su condición de filme europeo (el de Frears es americano ¿entienden?), así que acabó relegada al olvido.
Con todo, estamos ante una obra muy reivindicable, más allá de su magnífica y preciosista ambientación «de época». Aparte de la presencia en el reparto de Jeffrey Jones y Vincent Schiabelli (otros dos guiños a Amadeus), el guión del gran Jean-Claude Carrière refleja muy bien la asquerosa hipocresía y frivolidad de la nobleza que fagocitaba la Francia prerevolucionaria, aunque apenas roce otros puntos clave presentes en la novela original, que no se titula Las amistades peligrosas por casualidad. El final tampoco resulta del todo convincente por abrupto, aunque a su favor tiene el hecho de ser mucho más cabrón y pérfidamente divertido que el de Las amistades, el cual se ciñe más estrechamente al fervor moralizante de la novela y, por alusiones, a la típica idiosincrasia ultraconservadora yanki.