La (hoy más que nunca) famosa película que, según se dice, impidió que Stanley Kubrick llevase a cabo su proyectada biografía de Napoleón, en la que estuvo trabajando obsesivamente durante años como el loco que era. Algo que, sin ser falso, tampoco es cierto del todo porque ya antes de estrenarse la que nos ocupa, la MGM y el director neoyorquino habían tenido diferencias que comprometieron seriamente su viabilidad. La razón no era otra que el dineral necesario para levantar una producción tan ambiciosa. Baste comentar que el inefable Dino de Laurentiis se gastó casi veinte millones de dólares en esta recreación de la batalla librada en Bélgica hace ya dos siglos. En 1970 gastarse tanto dinero en hacer una película era una barbaridad, y eso que para adelgazar facturas la coprodujo nada menos que con la antigua URSS, cuyo ejército puso la inmensa mayoría de los casi 20.000 extras que hicieron acto de presencia en un rodaje que acabaría implicando a súbditos de una docena de países, bajo el mando de un director que ya sabía lo que era gastar pasta a mansalva manejando carretadas de extras ataviados con trajes de época.
Porque Serguei Bondarchuck venía de estrenar dos años antes una mastodóntica versión de Guerra y Paz financiada por el PCUS (el Partido Comunista Soviético) poco menos que con un cheque en blanco. Se calcula que costó más de cien millones para sus ocho horas de duración (!), pero puede decirse que mereció la pena porque los rusos ganaron un Oscar gracias a ella, en plena Guerra Fría. Aquello llamó la atención de De Laurentiis, que llevaba una década entera fantaseando con hacer Waterloo y se puso a trabajar para darle un impulso definitivo a ese sueño.
Para su desgracia el resultado no satisfizo las expectativas. Filmada con un estilo «muy ruso», recuerda al de películas que solían rodarse por entonces allí (mogollón de primerísimos planos, zooms y esas cosas), lo que unido a una fotografía que por momentos roza el kitsch hacen que Waterloo parezca a veces una obra como de cartón – piedra, sensación acentuada por una música (de Nino Rota) que parece directamente sacada de una película de 1940. Especialmente en su parte inicial, con unos créditos que surgen al cuarto de hora (?) y que resulta un poco aburrida. La cosa mejora un poco cuando empieza la juerga de verdad y da comienzo la batalla, en la que esta película se regodea con una minuciosidad que para algunos podría resultar cansina porque ocupa más de una hora de metraje. No en vano es es auténtico leitmotiv del invento, pero a pesar de su espectacularidad no basta para que remonte el vuelo.
Una película fallida, en resumen, a pesar de que hoy goce del prestigio que le faltó en su día gracias a numerosos aficionados al cine bélico suministrado en vena, que hacen campaña en Internet para reivindicarla. Más allá de los excepcionales decorados y vestuarios (y de la dirección de masas de extras, que hay que reconocer que a Bondarchuck se le daba de miedo), Waterloo sólo destacaría por el agradecido tono documental de la narración y por la interpretación de Napoleón que ofrece el americano Rod Steiger, algo teatral pero al parecer bastante ceñida a la realidad del personaje histórico al que da vida.